Sombras del Más Allá

Las sombras siempre han tenido una presencia peculiar en nuestras vidas. Se deslizan entre lo que vemos y lo que no, lo que entendemos y aquello que escapa a la razón. Algunos las ven como simples proyecciones de luz, pero otros, como yo, han aprendido a temerlas por lo que verdaderamente ocultan. Esta es una historia sobre esas sombras, sobre lo que se esconde entre la oscuridad y lo que, una vez invocado, nunca se marcha del todo.

No puedo olvidar las noches en que la Ouija era un juego peligroso que jugábamos por curiosidad, ignorando los susurros de advertencia que parecían flotar en el aire. Cada sesión nos llevaba más lejos, más profundo en un abismo que no entendíamos pero del que no podíamos escapar. Creíamos ser los dueños de nuestro destino, cuando en realidad habíamos abierto una puerta a algo que no controlábamos.

Lo que voy a contar no es una simple anécdota de juventud ni un cuento para asustar a los más crédulos. Es real. Lo que experimentamos quedó grabado en mi mente como cicatrices invisibles, pero palpables en cada rincón oscuro de mi existencia. Los hechos que seguirán a estas palabras cambiaron mi vida, y cuando las luces se apagan, todavía siento la presencia de algo que nunca debió ser despertado.

Quizás, después de leer estas páginas, también comiences a escuchar los susurros, a sentir ese escalofrío que te recorrerá la piel cuando te encuentres a solas en la oscuridad. Esta historia es para los que creen que hay algo más allá de lo que podemos ver, para quienes saben que las sombras, a veces, tienen vida propia.

Adéntrate bajo tu propio riesgo, pero recuerda: una vez que se abren ciertas puertas, no hay vuelta atrás.

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EPISODIO I: Sombras de la Era

La quietud de las noches en el pueblo era reconfortante. Siempre lo había sido. Las farolas, alineadas como guardianes silenciosos, apenas lograban quebrar la vastedad de la oscuridad en aquel rincón olvidado de Salamanca. El verano de 1991 prometía ser como cualquier otro, cargado de tardes de juegos, risas y el inconfundible aroma de la era. Pero esa noche sería distinta, tan distinta que, hasta el día de hoy, me estremece recordarla.

Mi grupo de amigos no variaba mucho de un año al siguiente. Éramos siempre los mismos, a veces alguno de más, otras veces alguno de menos, pero por lo general, éramos unos ocho a diez, con edades que oscilaban, aunque siempre se sumaba algún pequeño, curioso por unirse a nuestra pandilla. Nunca me molestaba, porque siempre creí que, cuantos más fuéramos, mejor. Esa camaradería se sentía me encantaba…

En una noche veraniega de ese año 1991 nos disponíamos a jugar a la ouija. Llamarlo «juego» nunca fue exacto. Sabíamos que no lo era, pero lo disfrazábamos así, quizás para calmar nuestros propios nervios y miedos.
Las reglas eran sencillas, aunque cargadas de advertencias: no debías jugar solo, jamás debías hacer preguntas estúpidas y, lo más importante, siempre había que despedir al ente que invocáramos. No hacerlo… bueno, las consecuencias podrían ser desastrosas. Algunos hablaban de posesiones, otros de entidades que te seguían, te observaban, te acechaban… Pero para nosotros, eran historias lejanas, cuentos que se susurraban entre las viejas del pueblo para asustar a los más pequeños.

Esa noche estábamos al pie de la carretera, bajo una de las farolas que marcaban el camino a través del pueblo como hilos de luz en medio de un mar de sombras, la medianoche se acercaba, y apenas se escuchaban sonidos, salvo el canto ocasional de los grillos. No corría el aire, teníamos muy buena temperatura, el cielo era un manto de estrellas, y la oscuridad de la Era (el campo de cebada o trigo) era más profunda de lo que recordaba.

Comenzamos la sesión como siempre: dedos ligeros sobre la moneda, susurrando las preguntas al tablero. Al principio, las respuestas eran inocentes, incluso juguetonas. Nos contestaba alguien desconocido, pero parecía benigno, hasta que todo cambió. De repente, la energía en el aire se transformó. Las respuestas se volvieron cortantes, burlonas. Afirmaba ser Belcebú, un demonio, nada menos. ¿Era cierto? En ese momento, no lo sabíamos, pero algo en el ambiente nos decía que ya no estábamos solos.

Entre risas nerviosas, le desafiamos:

– «Si realmente eres un demonio, haz algo. Mueve la farola».

Y entonces, ocurrió. Un suave temblor comenzó a sacudir la estructura metálica sobre nuestras cabezas. El sonido del tintineo metálico nos puso en alerta, pero intentamos racionalizarlo:

– «Debe ser el viento», nos dijimos.

La tensión aumentaba. Alguien del grupo, con más valentía que sentido común, le pidió que apagara la farola.

– «Si eres tan poderoso, apaga la farola», dijo en tono desafiante.

El silencio cayó como una losa sobre nosotros. Los grillos dejaron de cantar, el aire cesó por completo, y la oscuridad se volvió aún más densa, como si algo estuviera conteniendo el aire.

De pronto, la primera farola, allá en la distancia, se apagó. Fue un apagón silencioso, casi elegante, como si la luz simplemente hubiese decidido abandonar su puesto. Nadie dijo nada, pero todos lo vimos. Los segundos pasaron y la siguiente farola, más cerca, se apagó. Luego la siguiente. Y la siguiente… Se estaban apagando, una a una, como un oscuro ejército marchando hacia nosotros.

El pánico se apoderó del grupo. Corrimos, como si nuestras vidas dependieran de ello. No había tiempo para gritar ni para hablar. Solo corríamos, todos en diferentes direcciones, cada uno a sus casas buscando refugio que nos protegiera de lo que fuera que se acercaba. Pero mientras corría, una verdad se me clavó en la mente: no habíamos cerrado la sesión. No nos habíamos despedido de lo que fuera que habíamos invocado.

Mi corazón latía con fuerza, pero mi instinto me frenó. Me volví hacia uno de mis amigos, uno de los pocos que no había desaparecido en la oscuridad.

– «¡No podemos dejarlo así! Tenemos que despedirnos, o esto nos seguirá». Sabía que estaba asustado, pero no dudó en seguirme de vuelta.

Llegamos a la farola justo cuando su luz comenzó a temblar, amenazando con apagarse. El aire era pesado, cargado de una presencia que no se veía pero que se sentía. Nuestros dedos temblorosos se posaron de nuevo sobre la moneda.

– «Salve retrum, Satanás», susurramos, la frase resonando en el silencio sepulcral de la noche.

Y entonces, la farola se apagó.

No esperamos a ver qué más ocurriría. Corrimos de nuevo, con el miedo arañando nuestras espaldas, sabiendo que, aunque esa luz se había apagado, algo más, algo oscuro y antiguo, se había despertado.

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EPISODIO II: Sombras del Portal

El otoño de 1992 llegó cargado de nuevas emociones y cambios. Inmerso en la rutina del instituto y los entrenamientos de baloncesto, mi vida parecía seguir un curso normal, pero no podía alejarme del oscuro interés que había despertado en mí el año anterior, cuando «jugué» con algo más grande de lo que imaginaba.

Mis nuevos amigos, heavies de corazón y espíritu, compartían mi pasión por el espiritismo. Ellos, como yo, estaban fascinados por los secretos de la ouija, y nos adentrábamos cada fin de semana en el mundo de lo desconocido. Nos reuníamos en un viejo colegio, apartado de la ciudad, donde practicábamos no solo con la ouija, sino también con grabaciones de psicofonías —aunque nunca obtuvimos nada claro— y experimentos con lo que llamábamos «viajes astrales al inframundo«. Aquellos viajes, hoy lo sé, se asemejaban más a las regresiones o exploraciones del subconsciente, y la verdad, hasta donde yo pude llegar, fue un viaje aterrador y fascinante a la vez.

Fue en una de esas tardes otoñales oscuras y sombrías, cuando solo mi mejor amigo y yo nos decidimos a intentarlo en el lugar más inesperado: el portal de mi edificio donde vivía con mis padres. Nos resguardamos en un rincón que daba acceso al patio de luces, un lugar oscuro y solitario a esas horas. Iniciamos la sesión como tantas otras veces, pero lo que sucedió después, a mi personalmente me heló la sangre.

Apareció el mismo ente del verano pasado, el mismo que se hacía llamar Belcebú, que nos había aterrorizado en el pequeño pueblo de Salamanca. El aire frío del portal se hizo aún más pesado con su presencia. Mi amigo, inquieto por la hora, decidió marcharse sin más, sin cerrar sesión. Quedé solo, encerrado en aquel rincón del portal con aquella presencia, y lo que es peor: dejamos la sesión sin cerrar.

Durante la siguiente semana, el ambiente en mi casa cambió drásticamente. Las noches, normalmente tranquilas, se convirtieron en un desfile de sombras que recorrían las paredes de las habitaciones. Pequeños golpes resonaban en las paredes y los muebles como si algo, o alguien, se estuviera moviendo por la casa. Pero los ruidos eran solo el principio.

Pronto, las plantas comenzaron a secarse sin razón aparente, y la leche se cortaba cada vez que intentábamos cocerla. Lo más alarmante fue cuando la comida de mi madre —quien siempre fue una excelente cocinera— empezó a salir mal, sin importar qué intentara. Primero fue un guiso, luego la sopa, después el asado. Era como si algo invisible estuviera envenenando nuestra comida. Mi madre, desconcertada, decidió llevar algunos ingredientes, el agua para la coción, y la cacerola a la casa de mi abuela, solo tres portales más arriba. Allí, todo salió perfecto. El problema estaba en nuestra casa, y pronto mi madre comenzó a sospechar.

Un día, incapaz de seguir ignorando lo que sucedía, me llevó a solas y me preguntó directamente si había jugado con la ouija en casa. Ella sabía bien que yo era un apasionado por lo paranormal y que practicaba el espiritismo. El miedo y la rabia en su voz me obligó a contarle la verdad. Sus ojos se llenaron de rabia y preocupación, y me exigió que llamara a mi amigo para cerrar la sesión de inmediato.

Mi amigo llegó rápido, pero lo que experimentamos al retomar la ouija fue aún más aterrador que antes. Apenas colocamos nuestros dedos sobre la moneda, esta comenzó a moverse de forma violenta, como si estuviera fuera de control. No habíamos llamado a nadie, y sin embargo, la moneda estaba siendo arrastrada por una fuerza que no podíamos explicar.

– «¿Eres tú, Belcebú?», preguntamos.

La respuesta fue un sí rotundo, o al menos eso es lo que nos hizo creer. Esta vez, con la frase que habíamos aprendido —una fórmula para cerrar el contacto—, logramos despedirlo. La moneda se detuvo, y un profundo silencio inundó aquel rincón del portal.

Desde ese momento, todo volvió a la normalidad. Las sombras desaparecieron, las plantas revivieron por arte de magia, la comida dejó de estropearse, y la calma regresó a nuestro hogar. Pero en mi interior, sabía que aquel encuentro había dejado una huella imborrable. Había tocado algo oscuro y peligroso, y aunque la puerta al otro lado parecía cerrada, el eco de lo vivido persistía en mi mente.

¿Qué había sido realmente aquel ente? ¿Y por qué, tras tanto tiempo, seguía acechándome? Las respuestas a estas preguntas seguirían atormentándome por mucho tiempo más, hasta el día de hoy.

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EPISODIO III: La Sombra que Nunca se Va

El verano de 1995 sería el último que pasaría en aquel pequeño pueblo de Salamanca junto a mi grupo de amigos, ya que en otoño de ese mismo año, me tocaría realizar el servicio militar, y tras ello no sabría si algún día volvería.

Las noches estrelladas, los susurros del viento entre las colinas, y la melancolía de saber que pronto dejaríamos atrás la libertad de la juventud, marcaban esa época. Sin embargo, aquel verano tuvo un sabor más amargo. Había algo en el aire, una tristeza que todos compartíamos, pero que una de nuestras amigas llevaba con más peso: hacía apenas unas semanas había perdido a su padre.

Ella era prima cuarta mía, y aunque nuestra relación no era la más cercana, la sentía como parte importante de aquel círculo. Su vínculo con su padre era profundo, lo adoraba, y su muerte había dejado un vacío imposible de llenar. Esa noche, mientras estábamos todos sentados en la plaza del pueblo, bajo el cielo oscuro y despejado, ella nos habló de su deseo de comunicarse con él. No era la primera vez que jugaba con la Ouija, lo habíamos hecho otros veranos, pero esta vez era diferente. Esta vez, no era curiosidad lo que la movía, sino una necesidad de cerrar heridas, de decirle a su padre lo que no había podido decirle en vida.

Nos propuso hacer una sesión para invocarlo, y aunque algunos titubearon, finalmente accedimos. Sabíamos los riesgos, pero ¿quién podría negarse ante el dolor desgarrador de una hija que añoraba una última palabra con su padre? Subimos la colina que coronaba el pueblo, donde la iglesia y el pequeño cementerio parecían custodiar el silencio de los muertos. El lugar, que de día no inspiraba más que respeto, se convertía por la noche en un rincón de sombras y misterio. Las cruces y las lápidas parecían cobrar vida bajo la luz pálida de la luna, y el viento murmuraba entre los árboles cercanos. La verdad, no negaré que todo aquello me gustaba, me provocaba sensaciones muy buenas.

Nos sentamos en el suelo, junto a los muros de la iglesia, con el cementerio apenas a unos pasos. El ambiente estaba cargado de tensión, pero nuestra amiga estaba decidida. Colocamos la tabla de la Ouija en el centro y, con un suspiro profundo, cada uno de nosotros apoyó los dedos sobre la moneda. Nos concentramos, sobre todo ella, en el padre que tanto había querido. Durante largos minutos, no ocurrió nada, y el silencio se volvió casi insoportable. De repente, la moneda comenzó a moverse como con timidez.

– “¿Papá, eres tú?”, preguntó nuestra amiga con voz temblorosa.

La moneda se deslizó lentamente hacia el “Sí”. Aquella confirmación trajo un atisbo de alivio, pero las dudas seguían ahí, flotando en el aire como un eco inquietante. Nuestra amiga, para despejar cualquier incertidumbre, comenzó a hacer preguntas muy personales, cosas que solo su padre y ella podían saber. Pregunta tras pregunta, el ente respondía con exactitud, y su rostro, antes marcado por el dolor, se suavizó. Por unos breves instantes, parecía haber encontrado la paz que tanto necesitaba. Las respuestas eran perfectas, como si su padre estuviera allí entre nosotros, consolándola desde el más allá.

Pero el alivio fue fugaz.

De repente, el tono cambió. La moneda empezó a moverse de manera errática, rápida, como si alguien estuviera controlándola con rabia. Los mensajes que aparecieron en la tabla dejaron de ser reconfortantes. El espíritu, que hasta entonces había mostrado amor, comenzó a insultarla con una violencia que ninguno de nosotros esperaba. Palabras obscenas y llenas de odio comenzaron a salir de la tabla. Nuestra amiga, con lágrimas en los ojos, se levantó de golpe y corrió colina abajo, huyendo de aquel lugar como si intentara escapar del propio infierno.

El resto de nosotros nos quedamos paralizados por el miedo. El frío nos envolvió, aunque la noche era cálida. Miramos la tabla, y la única pregunta que se nos ocurrió fue:

– “¿Quién está ahí?”. La respuesta fue inmediata, y tan clara como temida. El nombre que surgió una vez más era familiar para muchos, pero no por buenas razones: Belcebú.

Parecía que, por más que intentáramos alejarnos de él, nos seguía. Como un jugador que se cambia en medio de un partido, el demonio había tomado el control, desplazando al espíritu del padre de nuestra amiga. La sensación de amenaza era palpable, como si una sombra pesada se cerniera sobre nosotros, invisible pero absolutamente real. Estábamos ante algo más allá de nuestra comprensión, algo que nos sobrepasaba.

No podíamos permitir que aquello continuara. Con el corazón latiendo en nuestras gargantas, recitamos la frase de cierre, intentando con desesperación sellar el portal que habíamos abierto. La moneda se detuvo de golpe, como si una mano invisible la hubiera inmovilizado, y el ambiente cambió al instante. El aire, que antes era denso y oscuro, se sintió más ligero, pero no por ello menos inquietante. Sabíamos que lo habíamos cerrado, pero la presencia de aquel demonio aún flotaba en nuestros pensamientos.

Nos levantamos en silencio, mirándonos unos a otros con los rostros pálidos y los ojos abiertos de par en par. Nadie dijo una palabra, pero todos sabíamos lo que habíamos sentido. El mal había estado allí, entre nosotros, y aunque habíamos escapado por esta vez, la sensación de que algo seguía acechándonos no desaparecía. Aquel lugar, una vez tan familiar, ahora nos parecía extraño y amenazante. Miré hacia el cementerio, y por un segundo, creí ver una figura oscura entre las lápidas, observándonos. Podría haber sido cualquier cosa, lo sé.

Decidimos ir en busca de nuestra amiga, pero cuando llegamos al pueblo, ya estaba en su casa, demasiado angustiada como para hablar con nosotros. Nos dispersamos en silencio, cada uno regresando a su hogar, pero nadie se fue en paz. Sabíamos que habíamos rozado algo mucho más grande y oscuro de lo que jamás habríamos imaginado. Esa noche, al cerrar los ojos, todos sentimos lo mismo: la sombra de Belcebú, que parecía no querer dejarnos nunca.

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EPISODIO IV: El Último Susurro

Corría el año 1996. Yo me encontraba en Melilla, cumpliendo con el servicio militar en el cuartel Alfonso XIII de Regulares 52, en el 4º reemplazo del ’95. No recuerdo bien el mes, pero por el calor que ya empezaba a sentirse, debía ser en abril o mayo, a pocos meses de licenciarme.

Aquella tarde, me dirigía hacia la taberna del cuartel después de una guardia. Al llegar, escuché a unos cuantos soldados y cabos hablar entre ellos, casi susurrando, como si estuvieran conspirando algo. La conversación giraba en torno a un tema que conocía muy bien: la Ouija y el espiritismo. No pude evitar sentir una punzada en el estómago, una mezcla de incomodidad y curiosidad. Uno de los soldados, al verme, me llamó para que me uniera a la conversación. Sabían que yo tenía experiencia, aunque traté de advertirles que aquello no era un juego.

– «Olvidadlo,» les dije, «esto puede ser peligroso.» Pero cuanto más intentaba disuadirlos, más insistían. Si no los acompañaba, lo harían solos, y eso me preocupaba aún más.

Finalmente, pese a pensar que ya lo había dejado atrás, parecía que la vida tenía otros planes, y accedí a ser su guía. Aunque había prometido no volver a pisar ese terreno, el temor de que cometieran un error era mayor que mi resolución de mantenerme alejado.

Decidimos buscar un lugar apartado, donde no hubiera interrupciones. Dentro del cuartel había una pequeña zona boscosa, un rincón sombrío entre árboles altos que bloqueaban la luz incluso en pleno día. En ese mismo bosque, entre la espesura, se encontraba la perrera del cuartel. Como Cabo 2º Jefe de la Guardia, conocía bien ese lugar. Los perros eran fieles compañeros de seguridad, y siempre me habían dado cierta paz. Me gustaba pensar que los animales, especialmente los perros, podían percibir lo que nosotros no veíamos.

Al llegar a la perrera, los perros se mostraban contentos, moviendo las colas y lanzándose contra las puertas de sus jaulas. Parecían felices de vernos, pero también había algo en sus ojos, una especie de expectación. Nos sentamos en medio del patio, rodeados por las jaulas, mientras los perros nos observaban, tranquilos pero en alerta.

Comenzamos la sesión. Al principio, todo parecía normal, si es que algo relacionado con la Ouija puede considerarse «normal». Pronto apareció un ente que se identificó como el espíritu de un familiar fallecido de uno de los soldados. Las manos sobre la moneda estaban tensas, pero la atmósfera seguía relativamente tranquila. Sin embargo, los perros, que hasta ese momento habían permanecido en silencio, comenzaron a inquietarse.

De repente, todo cambió. Los perros empezaron a ladrar desesperados, lanzando gemidos que helaban la sangre. Sus colas se metieron entre las patas, y algunos intentaban morder las rejas, como si quisieran huir de aquel lugar maldito. Algo, o alguien, había hecho acto de presencia. El espíritu que inicialmente parecía un ser inofensivo comenzó a oscurecerse, hasta que se reveló por completo: Belcebú, el demonio que me había atormentado años atrás, había regresado. Otra vez él.

El ambiente se tornó sofocante. A pesar de estar al aire libre, sentíamos como si el aire nos faltara, como si algo enorme nos envolviera, una sombra que no era de los árboles, sino de algo mucho más antiguo y malévolo. Algunos de los soldados huyeron despavoridos, incapaces de soportar la presión. Otros, paralizados por el miedo, no sabían qué hacer. En ese momento, supe que debía actuar rápido. La presencia demoníaca se hacía más fuerte, y yo no pensaba repetir los errores del pasado.

Pese a la insistencia de uno de los soldados, que deseaba continuar con la sesión, no lo dudé ni un segundo más. Sabía que prolongarla solo atraería más oscuridad. Con voz firme, recité la frase de despedida y cerré la sesión. La moneda se detuvo, las sombras retrocedieron, y los perros, que antes estaban fuera de control, comenzaron a calmarse. El lugar recobró su tranquilidad, como si un velo invisible se hubiera levantado.

Me acerqué a las jaulas, acariciando a cada uno de los perros, susurrándoles palabras tranquilizadoras mientras les daba un poco de su comida. La sesión había terminado, y con ella, al menos por el momento, también lo había hecho la amenaza.

Aquella fue la última vez que practiqué con la Ouija. El miedo que sentí aquella noche, la certeza de que había algo más allá de lo que los ojos pueden ver, me hizo jurar que no volvería a adentrarme en esos territorios. Pero la sombra de Belcebú aún se cierne sobre mí. Algunos demonios nunca se van del todo… y solo el tiempo dirá si realmente logré escapar de su influencia.

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Cierre: El Eco del Más Allá

Los años han pasado desde aquellos días de juventud, desde aquellas primeras sesiones de ouija que parecían un juego. Lo que en su momento fue una búsqueda de respuestas o una curiosidad inocente, dejó una marca imborrable en mi vida, una sombra que parece haber seguido cada paso que di desde entonces.

Cada sesión, cada contacto con el más allá, fue un hilo que conectaba algo más grande de lo que imaginábamos. Era como si fuéramos piezas de un tablero que jamás comprendimos del todo, movidos por fuerzas que ni siquiera creíamos reales.

Hoy, al mirar hacia atrás, me doy cuenta de que no estábamos solos en aquellos momentos de terror. No se trataba solo de las energías que invocamos, sino de lo que dejamos en el camino: pedazos de nosotros mismos, de nuestra inocencia, de nuestra creencia en que el mundo solo está compuesto por lo que podemos ver y tocar. Aquellas sombras que cruzaron las paredes de mi hogar en 1992 no desaparecieron. Belcebú, si es que realmente fue él, nunca se fue del todo.

Lo más inquietante es que, con el paso del tiempo, he comenzado a percibir algo más. No son ya las manifestaciones visibles, los objetos que se mueven o los ruidos inexplicables, sino una especie de presencia constante, como si los ecos de aquellas sesiones aún vibraran en el aire que respiro.

Hace poco, recibí una carta de uno de mis antiguos amigos, aquel que me acompañó en tantas de esas sesiones. Contaba que su vida había seguido caminos extraños, con sucesos inexplicables que él atribuía a los años de contacto con lo desconocido. «Nunca dejamos de estar marcados,» me escribió. «Aquello que abrimos no se cierra tan fácilmente.» Y con esa carta, una sensación de fría certeza se asentó en mi pecho.

Quizá nunca hubo una conclusión real, quizá cada sesión que cerramos fue solo un alto en un camino que sigue, un camino que nosotros mismos trazamos. Y mientras escribo estas últimas líneas, no puedo evitar pensar que, aunque estas historias parecen ahora lejanas, siguen resonando, siguen ocurriendo en algún lugar entre lo tangible y lo etéreo. Lo que empezó como un juego se convirtió en un vínculo eterno, un eco que, quién sabe, algún día volverá a alcanzarnos.

Las luces de mi estudio parpadean mientras termino esta historia. Y en el silencio de la noche, escucho un leve susurro, una voz que apenas logro entender, pero que me es extrañamente familiar. Quizá… no todo ha terminado.


Este cierre ofrece un toque de misterio final, dejando abierta la posibilidad de que lo sobrenatural nunca se fue del todo, que siempre estuvo presente en la vida del narrador, acechando en las sombras. Mantiene la atmósfera de terror y conecta con todos los episodios, sugiriendo que el contacto con el otro lado fue más profundo de lo que imaginaban, que lo que se abrió tal vez nunca se cerró por completo.

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